Es evidente que todo, absolutamente todo, no puede ser puedo para todos, ni siquiera una sola cosa, puede ser buena para todo el mundo, aunque en apariencia demos por hecho que es así. Por eso me ha sorprendido indagar en los efectos perjudiciales que puede tener algo, en apariencia tan positivo y beneficioso, como la meditación. Al explorar este tema me han salido al paso destacadas investigaciones científica que, en algunos casos, cuantifican en un 10% la cifra de personas a las que las experiencias meditativas le desencadenan ansiedad y depresión. Un estudio de 2019 eleva ese porcentaje al 20%. Sorprende que precisamente técnicas como la Atención Plena, inspirada en las meditaciones budistas (el Mindfulness ha sido denominado despectivamente «espiritualidad capitalista»), acumulen tantas evidencias positivas en la lucha, concretamente, contra la ansiedad y la depresión, y que al mismo tiempo sean desencadenantes de estos estados. Bien es cierto que toda esa abrumadora evidencia empírica y de laboratorio, revisada en detalle, presenta notables errores que, en parte, sobredimensionan sus beneficios. A veces, incluso, llega a ocurrir que se silencian los resultados adversos, como sucedió con un estudio de envergadura con niños en Inglaterra que evidenció el nulo efecto positivo, y ciertos efectos negativos, de la práctica de la atención plena entre niños en comparación con un grupo de control.
Leo en una revisión realizada sobre estudios desplegados durante 40 largos años y publicada en 2020, que a la depresión y ansiedad se suman como efectos adversos más comunicados los síntomas psicóticos o delirantes, disociación o despersonalización, además de miedo o terror. Cuando menos resulta inquietante. Puede ser comprensible que el silencio y la introspección nos incomoden, que nos pongan en contacto con partes de nosotros que no nos gustan, y eso, llegado el caso, nos desmotive pues quizá no somos tan molones como pensamos o estamos lejos de nuestros sueños. También pueden despertar una mayor empatía, mayor sensibilidad a los sentimientos, e incluso, ese incómodo e inutil pensamiento circular o rumiante. Pero de ahí, a deprimirse, delirar o aterrorizarnos hay un mundo. Pero lo cierto es que los efectos adversos existen y forman parte de la literatura clásica espiritual, y de la más reciente de corte médico y científica. Sin embargo, sistemáticamente ponemos el foco en lo positivo, lo que no está nada mal, pero ignoramos lo negativo, cuando deberíamos advertir sobre ello por cuestión de ética y salud. Es posible que haya muchos meditadores e instructores que no conozcan esos efectos adversos o bien le resten importancia a su incidencia, pero la realidad es que existen.
