El altar y la devoción reglada sólo ha logrado alcanzarlos en Tenerife, tras poco más de cinco siglos de cristianismo insular, Pedro de Bethencourt y José de Anchieta. Sin embargo, la galería de místicos tinerfeños ha contado con otros sólidos candidatos en cuyas piadosas vidas no han faltado los más diversos prodigios y portentos.
El vuelo milagroso más largo de la historia del orbe cristiano, peligrosos viajes al purgatorio al rescate de las almas penitentes, protección divina al otro lado del océano, incorruptibilidad corporal, don de la profecía, lectura de almas…estos son apenas algunos de los portentos que se le han atribuido en los últimos siglos a varios personajes de nuestra historia insular, hombres y mujeres que el marco de su vida conventual destacaron por los dones y fenómenos sobrenaturales que al parecer protagonizaron. Hablamos de vivencias que fueron interpretadas por ellos, por sus respectivos confesores y por sus compañeros de congregación como señales de su especial relación con Dios, situaciones milagrosas que se manifestaban en el contexto de unas vidas piadosas, entregadas al rezo, la penitencia y el servicio a la comunidad. Desde la perspectiva actual es evidente que más que biografías debemos de hablar de hagiografías cuando nos acercamos a las vidas que sobre ellos se escribieron en su tiempo. Aunque extremadamente valiosos, los documentos que nos permiten reconstruir la vida de estos personajes están escritos principalmente para poner de relieve su santidad, con declaraciones de familiares, religiosos, vecinos y personajes influyentes que componen un rico y colorido anecdotario de hechos supuestamente sobrenaturales. Una mirada especialmente crítica los descartaría de raíz como invenciones o confusiones sin malicia, mientras que desde ese otro extremo a veces tan cercano a la negación que es el de la fe, pocos de ellos serían puestos en duda. Sin embargo aquí nos proponemos contemplarlos someramente desde la sana curiosidad.
Sor María Justa
Sor María Justa, ¿una chamán en el convento?
María Justa de Jesús, monja lega del convento de las clarisas en La Orotava, vino al mundo el Día de reyes del año 1667 en La Victoria de Acentejo. Muy en sintonía con su tiempo, en su vida no sólo cobra protagonismo su aparente misticismo, sino también las intrigas conventuales generadas por las rivalidades entre órdenes religiosas y el sibilino papel que jugaban desde fuera los poderosos. Ello explica que junto a la fama de santidad que se le atribuía, se dijese de ella que la Santa Inquisición le había abierto un proceso por farsante e incluso bruja. Incluso se insinuaría que la relación con su confesor no era del todo apropiada. Sin embargo, los papeles biográficos que podrían habernos sacado de dudas y brindado todo tipo de detalles sobre su fabulosa vida, terminaron presa de las llamas al ser arrojados al fuego por su propio redactor y confesor, Fray Andrés de Abreu. El fraile dominico José Herrera se refería a su portentoso currículum vitae al escribir que entre sus virtudes estaba el “dar vista a los ciegos, oído a sordos, hacer que hablen los naturalmente mudos, curar cojos, mancos, tullidos, sanar todo género de enfermedades, expeler demonios, restablecer con la vida a los moribundos y aún resucitar a los muertos y finalmente hacer que todos los que de corazón la invoquen hallen el remedio de aquella necesidad, porque lo suplican”
María Justa no alcanzó la treintena. Era tenida por santa y obradora de milagros, capaz de sacar a las almas del purgatorio y sufrir por ellas sus penas, que somatizaba de forma visible y notoria. Solía curar a los enfermos traspasando a su persona los males y enfermedades que les aquejaban, una práctica que hoy no dudaríamos en etiquetar como chamánica. Quienes la veían en tales lances aseguraban que los dolores que absorbía la llevaban al borde de la muerte, cubriéndose su cuerpo de llagas mientras la fiebre alcanzaba a consumirla en el lecho. Los síntomas del enfermo los traspasaba a su propio cuerpo, con una duración e intensidad que dependía de la que padecía el paciente, quien sanaba milagrosamente aunque su situación inicial fuera la de un moribundo. En su muerte también se creyeron detectar indicios de su santidad, como la flexibilidad de su cuerpo, las agradables fragancias que emanaba o la fluidez de su sangre.
Sor María de San Antonio
Sor Maria de San Antonino, de Garachico al cielo.
La vida de Sor María de San Antonino fue escrita por el cura de Garachico Francisco Martínez Puentes, en un documento que se conserva manuscrito bajo el título “Vida de la Sierva de Dios Sor María de San Antonio Lorenzo y Fuentes” Vio su primera luz el 5 de agosto de 1665 viviendo la fe como monja lega catalina en el convento de Nuestra Señora de las Nieves, que la congregación dominica tenía en Puerto de la Cruz. Este magnífico inmueble ubicado frente a la Parroquia de Nuestra Señora de la Peña de Francia terminaría pereciendo pasto de las llamas en 1925, llevándose con él algunas de las reliquias que se conservaban bajo el coro. Tiempo después de su muerte, acontecida en la tarde del 10 de mayo de 1741, el cuerpo de la religiosa se mantenía incorrupto y al corte sangraba, lo que no hizo sino reforzar su fama de santidad. A ella acudían en busca de consejo y consuelo, pero también del milagro de la salud, numerosas personas del todo el Norte de Tenerife. Estaba dotada también del don de la lectura de almas, tal y como visibiliza la anécdota vivida por Felipa, una sirvienta del convento quien orando rogaba a Dios recalar en el Purgatorio en la hora de su muerte. En ese momento, como si leyera su pensamiento, Sor María de San Antonino salió de su estado de oración y sacudiéndola por el brazo le espetó a la sorprendida criada «Boba, necia, pide el cielo y no pidas purgatorio» Otra celebrada anécdota se contaba tiempo después de su muerte, cuando un obrero se encontraba trabajando en la techumbre del espectacular mirador con el que contaba el convento. En un despiste el albañil cayó al vacío aunque tuvo tiempo de encomendarse a la religiosa. Cuenta que alcanzó el suelo con suavidad, balanceándose como una pluma.
Fray Juan de Jesús
Fray Juan de Jesús, el monje volador
Resumir la vida de este singular franciscano es una temeridad. Por fortuna, en los últimos años su figura se ha ido recuperando cierto protagonismo, tarea en la que nos congratulamos de haber sido parte activa. Nació el 20 de diciembre de 1615 en Icod de los Vinos, aprendería el oficio de tonelero en el Puerto de Garachico para después explorar la fe en el Puerto de la Cruz, pasando más de cuarenta años como lego franciscano en La Laguna, donde murió en 1696. Su cuerpo reposa en la iglesia de San Diego del Monte, siendo objeto de peregrinación durante décadas. Su prodigiosa estela ha terminado por ser parcialmente eclipsada por el brillo y la fascinación que despierta también en La Laguna la de Sor María de Jesús, de quien fue uno de sus primeros orientadores en la fe. El frailecillo, tuerto, encorvado y tirando a feo, fue un personaje de extremos; despertaba curiosidad y rechazo entre quienes le veían aplicarse penitencias públicas, siento castigado con frecuencia por sus hermanos franciscanos durante sus arrobos místicos al tiempo que contaba con el respetado de los poderosos de su tiempo. Destacó por su entrega y sacrificio, aunque indudablemente sus portentos fueron determinantes. En su presencia se produce la sudoración milagrosa de una imagen en Garachico, florecen verodes secos en el que fuese su lugar de oración el Peñón del Fraile en Puerto de la Cruz, y allí sus vecinos le vieron volar más de un kilómetro hacia el año 1647. Lo narró su biógrado, Fray Andrés de Abreu, recogiendo el testimonio de quienes le vieron elevarse por fuera de la Parroquia de la Peña de Francia, bajar hasta lo que hoy es la Plaza del Charco, y desde allí por la línea de costa volar hasta Martiánez con la multitud acompañándole desde tierra. Cuesta creerlo, sin duda.
La Siervita, de El Sauzal a La Laguna.
En unos días, el próximo 15 de febrero, volveremos a vivir el ritual, el tradicional encuentro con una de las devociones más sólidas con las que contamos en Tenerife, la que se centra en la figura de la dominica Sor María de Jesús, La Siervita. Nacida en El Sauzal el 23 de marzo de 1643 y bautizada como María de León y Delgado su cuerpo permanece incorrupto desde que falleciera a los 87 años el 15 de febrero de 1731. Un discutido portento que ya acumula 286 años de asombro y cuya exhibición pública en el Convento de Santa Catalina de Siena justifica el peregrinaje a La Laguna de miles de personas.
La biografía de la monja sauzalera, la única de los casos citados que tiene un proceso de beatificación en activo, se nutre de hechos fabulosos: el propio Jesús le habla en su infancia a través de una escultura que se conserva en la parroquia de su pueblo, iniciándose desde entonces un contacto divino que la acompañará de por vida. Clarividencia, efectos físicos sobre la materia, levitación o bioluminiscencia corporal fueron atestiguados por quienes compartieron vivencias con ella, convirtiéndose en consejera espiritual de personajes poderosos e influyentes de su tiempo. Uno de los más célebres, el corsario Amaro Pargo, no dudó en declarar que La Siervita le había salvado la vida en varias ocasiones, como sucedió en un percance en Cuba donde salió ileso de un apuñalamiento, salvando a su tripulación de una virulenta tormenta en otra ocasión.
José Gregorio González