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Tres largas décadas dedicadas a esto del mundo del misterio, a investigar y divulgar aquello que ha sido capaz de seducirnos y convencernos de su interés, dan para mucho. Para bastante, diría yo. La ausencia de experiencias personales en mi biografía, de vivencias en las que quien suscribe estas líneas haya desempeñado el rol de protagonista de lo insólito, me han permitido mantener lo que considero una saludable y prudencial distancia y equilibrio a la hora de gestionar estas temáticas. Los pocos fantasmas que he podido ver son de este mundo, aunque vivan muchas veces en su propio universo, y hasta la fecha ni ángeles, ni demonios ni extraterrestres se me han presentado bajo formas que haya sido capaz de reconocer como ajenas a la normalidad. En estos años apenas un par de médiums -lo que haría un “entero”, chiste malo del gremio- han logrado despertar mi curiosidad, y ya hace mucho tiempo que no me sorprende ningún potencial psíquico con predicciones o efectos paranormales. Tampoco los OVNIs han acudido a las citas a las que algunas veces me convocaron a través de quienes aseguraban tener una conexión especial con sus presuntos tripulantes. Pero, aun así, aquí sigo, entusiasmado como el primer día, afectado sin remedio de una curiosidad que ha terminado por cronificarse, profesando un reverencial respeto hacia una parcela de nuestra realidad absolutamente indomable. No soy un creyente. Simplemente continúo buscando.

La cuestión es que en mi archivo -inexistente sí pensamos en el mismo como algo con un cierto orden- también hay un espacio para las historias extravagantes, la vivencias y experiencias que bordean lo inasumible, capaces muchas veces de desatar humanas, aunque también reprobables sonrisas. Este mes quiero contarles algunas. Lo hago desde el respeto, y por ello silencio los nombres. Un respeto a la dignidad de las personas y al profundo sentido vital que estos temas tienen para mí. En la mayoría de los episodios existía una sólida convicción sobre la realidad del hecho anómalo narrado, a veces producto de la confusión, de una interpretación sesgada o de la realista ilusión de un evidente trastorno. De estas historias también se nutre y, especialmente aprende, un cazador de misterios.

SANTA MOSCA BENDITA

Soy incapaz de recordar el año, aunque ocurrió en la segunda mitad de los noventa, en el Valle de La Orotava. Un viejo amigo y compañero de batallas, Jacinto González, me acompañaba. Por entonces hacíamos un programa en Radio 21 llamado “Tiempo de Enigmas”, una época de llamadas telefónicas y correo postal. Recibimos una llamada de un oyente que aseguraba tener poderes y le visitamos. Aún recuerdo la cara de circunstancia de su esposa, para quien aquella visita nuestra posiblemente ahondaba en la tragedia. Nos recibió con las revoluciones visiblemente subidas, ataviado con un jersey de mujer puesto del revés, convidándonos a pasar a su despacho. En la impoluta estancia, al parecer, pasaba consulta de vidente y sanador. Lo que vino a continuación no es fácil de narrar. Junto a un discurso atropellado y deshilvanado, acompañado de movimientos espasmódicos, nos aseguró que hablaba con los pájaros, literalmente con unas figurillas de cristal de pajarillos que decoraban la estancia. Hubo un momento en el que imitando el canto de las mismas aparentaba mantener una conversación con ellas. Al final aquel buen hombre terminó invocando y hablando con “Santa Mosca”, pues las moscas también eran santas. Con frecuencia pienso en aquel temprano episodio, en el respeto que tuvimos hacía él y su familia, así como en el aprendizaje que supuso. ¿Una sonrisa? Es inevitablemente, lo insano sería no haberla dibujado.

UN CÍBORG LLAMADO “ESTEBAN”

Seguro que algunos colegas de aventuras, como es el caso de mi viejo amigo Manu Báez, recuerdan mejor este affaire que yo mismo. En los primeros años de la década de los noventa apareció un sujeto muy curioso, que aseguraba abiertamente ser una especie de robot extraterrestre que nos había autorizado a llamarle por la identidad humana que había adoptado, “Esteban”. Sobra decir que su aspecto era humano, pero su manera de moverse parecía robótica, y también al hablar, sin llegar a forzar, simulaba una pauta robótica, con un discurso desprovisto en su mayor parte de cadencias o entonaciones que hoy se asemejaría bastante a las locuciones electrónicas. Nuestro añorado amigo Paco Padrón le entrevistó en la radio y con posterioridad toda una tribu de jovenzuelos hambrientos de misterio le caímos encima. Conservo algunas grabaciones de nuestras conversaciones, o más bien de sus largos monólogos, donde queda claro que aquella manera de actuar era francamente rara. ¿Qué decía? Pues que estaba en una misión transitoria en la Tierra que incluía transmitir un mensaje, una advertencia de corte ecologista. Además, también andaba por el terruño aportando conocimientos científicos avanzados. Recuerdo una anécdota en plena Plaza del Adelantado cuando, interrogándole mientras andábamos, al pasar junto a una cabina de teléfono el aparato sonó. Él, impasible, como si esperase la llamada, descolgó y en apariencia habló con alguien al otro lado, alguien que no era de este mundo… Es evidente que tanto entonces como ahora barajamos la opción de un truco, de la sincronización con un cómplice que nos podía observar en la distancia, aunque la razón del teatrillo, ni entonces ni ahora, es nada clara si consideramos que a Esteban se le perdió todo rastro al poco tiempo. ¿Padecía algún trastorno?, ¿qué sería de él? Aun me asombra la mecánica de sus movimientos y su dicción con matices metálicos…

EL DÍA QUE ENCONTRAMOS LA AGUJA.

Nuestro anecdotario se nutre de inusuales instantes. Hace unos siete años junto a mi querido amigo Luis Javier Velasco, desafiamos con arrojo a la probabilidad. Regresábamos en coche al muelle de Agaete cuando le comenté, algo distraído, que había un viejo caso de encuentro con humanoides de los años sesenta, ocurrido en Santa María de Guía, en el que me gustaría indagar en el futuro. “Isabel” era la vaga referencia de la que disponíamos. Velasco me espetó un “ya que vamos de camino…” Y fue así como entramos en Guía, aparcamos donde pudimos, tocamos alegremente en el portal del edificio más cercano y preguntamos a una desconocida por otra desconocida…total, “ya qué estamos”. El desenlace de la escena fue tan desconcertante como el caso que pretendíamos investigar, aquella amable mujer era ¡la cuñada de la persona a la que buscábamos! De los 14.000 guienses y las más de seis mil viviendas del pueblo, dimos en la diana a la primera. La historia del humanoide rojo que flotaba dentro de una bola de luz ya la contaremos en otro momento.

DOÑA LULA, SOMOS LOS DE LA TELE

Con el experto en cultura guanche y tradicional oral Fernando Hernández, hacia el año 2011, pateábamos los altos güímareros de El Escobonal en busca de testigos de un episodio mítico ocurrido a mediados de siglo, Los Miedos de Frías. Lo íbamos a grabar para televisión, para nuestro espacio “Canarias Mágica”. Teníamos la referencia de Doña Lula, quien estaba avisada y nos esperaba en su domicilio pasado el mediodía. Aquel día el calor y la sequedad eran infernales. Dimos con la casa y allí estaba Lula, sentada en la sala con la puerta abierta cogiendo fresquito y departiendo con la vecina. “Hola, somos de la tele”, le dijimos. Ella, con un toque apacible Y sin demasiado interés no replicó, “Ah, sí, pues ahí la tienen, no sé qué le pasa”, mientras señalaba al televisor de la sala. Ni periodista, ni curiosos, para ella éramos los técnicos de la tele. Por cierto, el caso de los miedos de Frías fue una pesadilla para dos familias y mantuvo en vilo al pueblo, con objetos que se movían por los aires, piedras doradas que llovían del cielo o la comida saliendo de expelida de los platos.

¡NO ES LO QUE PARECE!, DE VERDAD.

De verdad y de la buena, frente a todo pronóstico, aquello no era ni de lejos lo que parecía. Pero allí estaba yo, rozando los 20 años, sentado en un sofá franqueado por dos mujeres, ante la mirada penetrante e inquisidora del esposo de una de ellas, que regresó antes de tiempo al hogar familiar. Lo repito, no era lo que parecía, pero entiendo que la verdad pueda ser vista por muchos como algo bastante más aburrido. Una de aquellas mujeres, de nacionalidad alemana, aseguraba estar en contacto con los extraterrestres y ser capaz de convocarles a voluntad para que se mostraran en sus naves. Para la tarde de aquel día habíamos apalabrado un encuentro, es decir, que aparecerían para que yo tuviera la prueba definitiva. La espera la echamos como pudimos, mediando su amiga española en la conversación para hacernos entender. El piso daba al mar, por lo que la nave llegaría por allí. A la hora prevista, nada de nada. La contactada conectó con ellos y me tranquilizó diciendo que ya venían, que habían sufrido un ligero retraso…venían por Japón, me aclaró. Al cabo de un rato seguíamos esperando y ella, encogiéndose de hombros, como decepcionada por el plantón, pidiéndome algo más de paciencia. Unos 45 minutos después de la hora prevista se produjo el encuentro, pero no el que esperábamos; su marido llegó bastante antes de lo previsto de trabajar y se encontró con la sospechosa escena. Creo que todos dimos explicaciones, incluso en alemán. Por fortuna y por derecho, salí indemne. ¿Realmente era una contactada? ¿Se sintió defraudada porque realmente estaba convencida de que se manifestarían los extraterrestres?

EL DÍA QUE ENCONTRAMOS UN DINOSAURIO

Para el mundo del misterio, los años noventa fueron sin duda los “felices noventa”, en Canarias y en el resto de España. Las islas ya jugaban por entonces en primera división, gracias al carismático y tenaz trabajo de Paco Padrón, una verdadera estrella nacional que facilitó el camino promocional a jóvenes promesas como el mismísimo Javier Sierra o que hizo posible el milagro, junto a Miguel Blanco, de congregar en Las Cañadas del Teide a más de 40.000 personas en junio de 1989. Esos tiempos ya no volverán. En esos años visitaba las islas nuestro por entonces admirado, y con el tiempo amigo, Fernando Jiménez del Oso, la imagen y el rostro más popular del misterio durante décadas. Mi amigo Báez y yo fuimos, discreta y selectamente, invitados a un encuentro personal con Del Oso, organizado por la Confederación Atlántida, el popular grupo de investigadores que dieron visibilidad, entre otros asuntos, a las Pirámides de Güímar. Ilusionados es muy poco para definir como nos sentíamos con ese privilegio. Al final, en la cita en pirámides de Chacona y posterior visita al Barranco de Badajoz podíamos ser mas de 80, así que formamos parte de una “selecta y reducida” corte próxima al centenar. La anécdota misteriosa había comenzado días atrás, cuando fortuitamente, mi amigo y yo habíamos dado con unas fotografías que mostraban el cuerpo sin vida, sostenido por unos niños, de un lagarto gigante localizado en un pueblo del Norte de Tenerife. El reptil medía unos 60 centímetros y apareció en el margen de un barranco, al borde de una carretera. Nunca vimos el cuerpo, que fue entregado a personal de Medio Ambiente, pero sí verificamos toda la historia. Gracias al lagarto, a la notoriedad que nos daba en la Confederación Atlántida el haber aireado la historia, estábamos compartiendo aquella jornada con Jiménez del Oso. Sin embargo, ocurrió algo a lo que no supimos poner freno, por inexperiencia y juventud posiblemente. A medida que iban narrando la historia el lagarto gigante, en el mismo día, crecía y crecía, pasando del considerable medio metro inicial a medir 1,5 metros. Nosotros nos limitábamos a asentir y a encogernos de hombros cuando nos inquirían con un “¿pero no les dio miedo?” Era difícil que dos fotos nos dieran miedo, pero una épica propia de Juego de Tronos se había adueñado irreversiblemente de la historia. Años después, nos echamos unas buenas risas desenredando el ovillo con Jiménez del Oso.

José Gregorio González

 

*Este artículo apareció publicado originalmente en la revista Chinegua 6 y 7

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