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A finales del siglo XV, y en plena conquista militar de la última de las islas del archipiélago canario por parte de tropas castellanas, los cronistas nos cuentan que en Tenerife se desató una epidemia de modorra que acabó con el 25% de la población nativa de la isla. Numerosos investigadores han seguido indagando en las fuentes para tratar de determinar qué extraña enfermedad fue la causante de la tremenda mortandad; pero ¿y si no fue una epidemia lo que enfermó y diezmó a la población?…

LAS CRÓNICAS

En la primavera de 1494, las tropas castellanas sufrieron uno de los mayores descalabros de su historia como fuerzas de guerra. En lo que hoy es la población de La Matanza de Acentejo, cientos de castellanos perdieron la vida en una emboscada tendida por la población nativa. Esta batalla fue un momento decisivo de la conquista de la isla, pues supuso la momentánea paralización de la invasión castellana y la retirada de las maltrechas tropas hasta Gran Canaria.

Y es aquí cuando se dice que en el otoño entre 1494 y 1495 se desata una epidemia que afectó a los menceyatos de Taoro, Anaga, Tegueste y Tacoronte, así como a algunas zonas del sur de Tenerife. Diferentes cronistas e investigadores han tratado de dar una respuesta definitiva al repentino brote epidemiológico que azotó la isla, pero ninguna de ellas ha sido nunca concluyente. El fraile dominico Alonso de Espinosa en su obra Historia de Nuestra Señora de Candelaria, fue uno de los primeros cronistas que trató de esclarecer el brote epidemiológico:

“En este tiempo, por el año de mil y cuatrocientos y noventa y cuatro, ahora fuese por la permisión divina, ahora fuese que los aires, por el corrompimiento de los cuerpos muertos en las batallas y encuentros pasados, se hubiesen corrompido e inficionado, vino una grande pestilencia, de que casi todos se morían, y ésta era mayor en el reino de Tegueste, Tacoronte y Taoro, aunque también andaba encarnizada y encendida en los demás reinos”.

El historiador Viera y Clavijo por su parte, también hace la observación de la posible infección por la descomposición cadavérica cuando dice:

“…la corrupción de los cadáveres de los muertos en la batalla de La Laguna que, alterando el aire, le cargaron de miasmas venenosas. Porque como los guanches no enterraban los difuntos, sino que los secaban al calor del sol, después de haberles extraído las entrañas, era natural que todos estos hálitos introducidos en los vivientes por medio de la respiración causasen una enfermedad pestilente”

GUERRA BACTERIOLÓGICA

Con toda esta información facilitada por los cronistas, surgen las dudas ante una supuesta epidemia infecciosa. El médico chasnero Juan Bethencourt Alfonso, ya a principios del siglo XX pusó en duda la teoría de una epidemia de modorra (para él, fiebre tifoidea) afirmando sobre el asunto:

“En las condiciones de vida de los guanches las epidemias de modorra necesariamente tenían poco poder difusivo, siendo su radio de acción muy limitado. Hoy que se conoce el germen de la enfermedad y los medios más adecuados de su propagación, cuando se considera que los guanches de Tenerife no contaban con una sola población, ni el más modesto caserío, sino que las familias moraban aisladas unas de otras separándolas 3 o 4 kilómetros, en chozas ventiladas, y que no conocían los estercoleros, ni los alcantarillados, ni pozos negros, ni letrinas, ni lavaderos públicos, ni otros elementos o factores que pudieran dar lugar a la intoxicación del subsuelo o contribuir a la creación y multiplicación de poderosos focos infecciosos, hay que convenir que tales epidemias tenían que ser muy poco expansivas. Ni siquiera se puede alegar como foco de origen los cadáveres de Acentejo, porque es bien sabido que fueron quemados por orden del rey Bencomo”.

Posiblemente, la realidad que hay detrás de este suceso infeccioso, tenga más de acontecimiento deliberado que de hecho fortuito. El envenenamiento de charcas, fuentes y pozos ha sido documentado desde la antigüedad como estrategia de guerra. La forma más común empleada en estas contaminaciones consistía en arrojar cadáveres de fallecidos por infecciones altamente peligrosas como la peste, la tuberculosis, o más rápidas en su propagación, como la disentería.

Precisamente este agente patógeno, el de la disentería o algún otro con idénticas características, por el parecido a los cuadros sintomáticos que presentan las crónicas para los infectados, podría ser el utilizado para infectar deliberadamente las fuentes y abrevaderos. Por otro lado, las crónicas recogen que la afectación solo se dio en los considerados “bandos de guerra”, es decir, aquellos que luchaban por impedir la conquista por parte de los castellanos, un comportamiento extraña y convenientemente selectivo para con los intereses de los castellanos. Al hilo de esto no está de más recordar la ingenuidad del cronista Marín y Cubas a la hora de explicar porque la comarca de Güimar, aliadoa de los castellanos, y el asentamiento de los conquistadores junto a las tropas auxiliares nativas en Santa Cruz, no sufrió los azotes de la epidemia:

“Y aunque toda la isla padecía tanta enfermedad sólo se libraron, sin entrar en ellos la peste, los del territorio de Güímar, devoto de la Virgen, y el Real de los cristianos gozando del aire puro del Norte”.

Unas afirmaciones contradictorias con lo que se supone que es una enfermedad vírica, que no haría distinciones entre castellanos y guanches a la hora de propagarse por un territorio. Hace 34 años, mientras hablaba con unos viejitos del pueblo de El Escobonal, y a preguntas sobre los antiguos (guanches) me comentaron algo que me dejó impactado. Decían los abuelos que, en un barranco de aquella localidad sureña, había un charco llamado Amache, donde los antiguos llevaban el ganado para abrevar. Decían que a causa de que los castellanos envenenaron el charco y las fuentes de la comarca de Agache, tanto los animales como la gente empezó a morir en agonía, con fiebres, diarreas, con el chirgo (la barriga) hinchado y vómitos.

Aquella otra perspectiva que la tradición oral nos brindaba, me pareció una buena guía para investigar si la supuesta epidemia no habría sido un hecho deliberado por parte de los castellanos para acelerar la conquista de la isla ante la resistencia nativa y después de haber perdido más de 1.000 hombres en la batalla de Acentejo. Con esta intención recuerdo haber ido al Museo Arqueológico, que en aquella época estaba en unos aledaños del Cabildo de Tenerife. Cuando compartí aquella información con el entonces director Rafael González Antón, y con uno de sus compañeros, el hoy director del Museo de Naturaleza y Arqueología, Conrado Rodríguez-Maffiotte, su contestación no pudo ser más decepcionante: “La supuesta tradición oral en Canarias en general y Tenerife en particular, son solo historietas de viejos borrachos y mentirosos”.

Evidentemente, como diría mi amiga y profesora Tassadit Yacine, antropóloga argelina, el pasado nunca se puede abordar desde el prejuicio y los complejos. Y en Canarias sabemos mucho de los dos, a parte del inmovilismo en la investigación por miedo a refutar los dogmas establecidos. Para ilustrar este miedo a los dogmas instituidos, citaremos el magnífico trabajo de Eduardo Espinosa de los Monteros y Moas, “El real de Ycoden y el postrero de la conquista”, en el cual, con todo lujo de detalles, se analizan los hechos históricos y documentos para demostrar que nunca existió La Victoria de Acentejo. Todo es un invento literario del dominico fray Alonso de Espinosa, en su obra “Historia de nuestra señora la virgen de Candelaria”.  Y como, ha día de hoy, se sigue perpetuado como cierta la supuesta batalla revanchista donde los castellanos derrotaron a los guanches.

Por tanto, la supuesta modorra sufrida por la población nativa no fue tal ni algo fortuito, sino una acción premeditada, ejecutada para causar una epidemia que diezmara a la población y debilitara la resistencia indígena frente a los conquistadores.Indudablemente, estos acontecimientos históricos junto a otras fuentes de información como es la tradición oral, pueden abrir una puerta a futuras investigaciones que aborden el asunto sin pasar de puntillas sobre los interrogantes, evidencias y falta de pruebas en lo que se ha dado en llamar la modorra de Tenerife.

FERNANDO HERNÁNDEZ GONZÁLEZ

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