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Desde hace algunas décadas la ciencia discute la apasionante posibilidad de que nuestro lejano primo, el Homo erectus, desarrollara un lenguaje, y por tanto, alcanzara una complejidad intelectual, cultural y social mucho más amplia de la que tradicionalmente hemos estado dispuestos a admitir como todopoderosos Homo sapiens. La realidad es que muchos paleontólogos defienden que estuvieron sobre nuestro planeta durante casi dos millones de años, hasta que presuntamente se extinguieron hace unos 120.000 años. El presuntamente tiene que ver con la posibilidad de que “poblaciones reliquia” lograran sobrevivir por más tiempo, como sugiere con fuerza el hallazgo del Homo floresiensis, al que se relaciona con el H. erectus -también con el Australopithecus- y que vivió en Indonesia hasta hace apenas 50.000 años.

El Homo erectus fue un caso de notable éxito en la evolución humana, con una gran capacidad de adaptación a diferentes territorios, y al que se le atribuye no sólo la fabricación de herramientas de cierta complejidad y simbolismo, sino también un dominio, al menos básico, de la navegación. Ciertas piezas en la isla de Creta se han atribuido a esta especie, y el hallazgo del Hombre de Flores, que se supone llevó navegando a esta isla desde Java, dan fuerza a esa sugerente idea. Esta manera de interpretar y contemplar los hallazgos ha llevado a plantear que tenían lenguaje dada la complejidad que supondría la aventura marinera en mar abierto en el Mediterraneo y en el Índico, una inferencia sugerente, aunque atrevida, que en estas semanas ha sido rebatida por Rudolf Botha en la Revista de Arqueología de Cambridge.

Botha se refiere en su artículo al planteamiento que cuestiona como inferencia marinera y plantea que las deducciones son erróneas, y que la navegación, de haberse producido, pudo ser fortuita y no intencionada, con poblaciones arrastradas en balsas de vegetación de forma accidental, incluso a través de tsunamis.

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