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La identidad es el conjunto de los rasgos propios de un individuo o de una comunidad. Estos rasgos caracterizan al sujeto o a la colectividad frente a los demás.

La identidad también es la conciencia que una persona tiene respecto de sí misma y que la convierte en alguien distinto a los demás. Aunque, muchos de los rasgos que forman la identidad son hereditarios o innatos, el entorno ejerce una gran influencia en la conformación de la especificidad de cada sujeto.

En este sentido, la idea de identidad se asocia con algo propio, una realidad interior que puede quedar oculta tras actitudes o comportamientos que, en realidad, no tienen relación con la persona.

En Canarias, desde la finalización de la conquista militar de las islas, este hecho es más que palpable por la imposición cultural que los colonos ejercieron sobre la sociedad nativa.

La conquista de las islas, no solo despoja al nativo de su entorno geográfico y propiedades materiales; la imposición también trasciende al ámbito espiritual, arrancándole su esencia ancestral y obligándole a reconstruir su identidad como ser humano, mirándose en el espejo de aquel que te somete por el uso de la fuerza.

Hoy en día en Canarias, esta aculturización es más sutil. A las celebraciones ajenas a nuestra cultura como pueden ser ferias de Abril, fiestas de la cerveza y Hallowen, se unen concepciones neohippies como que somos ciudadanos del mundo, afirmaciones estas que curiosamente suelen ser pronunciadas por muchos extranjeros –y muchos canarios, todo hay que decirlo- que te importan usos y costumbres culturales de su país de origen, pero que te niegan sistemáticamente las tuyas.

Conocer otras realidades culturales son enriquecedoras, pero siempre que este conocimiento no venga impuesto con una finalidad alienante y en detrimento de tus propias raíces culturales en aras del discurso vacio de “soy ciudadano del mundo”, puesto cada persona tiene derecho a conocer su pasado para defender su identidad, frente a la cacareada globalización.

Al fin y al cabo, somos la esencia de los que fueron antes que nosotros.

Por ello debemos enseñarles a nuestros hijos e hijas, que frente a los “ciudadanos del mundo” y sus culturas, esta nuestra realidad ancestral como pueblo, a la que debemos conocer para no sentirnos huérfanos sobre nuestras raíces identitarias.

Hace tiempo, escribí este relato dedicado a mis hijos, que hace referencia a las consecuencias de la pérdida de nuestra identidad como pueblo.

La historia está basada en un hecho real recogida en la documentación de los mercados esclavistas en España, donde muchos antiguos canarios fueron vendidos y nos enseña que la perdida de los marcos culturales solo puede traer dolor existencial. La historia que he literado, recoge las vicisitudes de un guerrero palmero que fue vendido en Sevilla y después de bautizado fue liberado de su condición de esclavo, pero con la prohibición de regresar a su tierra. Una historia, que a mi particularmente, me hizo reflexionar…



Lo titulé “Quiero volver a ser Airam”.

QUIERO VOLVER A SER AIRAM

Como cada mañana, desde hacía mucho tiempo, Juan Palmero permanecía en el centro de aquella plaza sevillana, esperando que algún transeúnte le dignara prestar atención a sus peticiones.

Su aspecto era lamentable. Su camisa, otrora de blanco algodón, lucia sucia y apestaba a demonios. Sus pantalones de lana a media pierna, con múltiples remiendos tenían idéntico tufo que su camisa. Descalzo, con seis naranjas en su mano, su cara demacrada y con su pelo enmarañado, completaban el cuadro desolador de su persona.

-¿Caballero, señor usted verme hacer asombrosas cosas quiere?- Decía con un rudimentario castellano y acento extraño para los sevillanos, mientras estos, le dirigían miradas de desprecio.

Juan Palmero los veía pasar con su cara desencajada y ojos vidriosos, desesperado porque algún caballero sevillano se parara a su reclamo.

Un grupo de hidalgos, que venía en su dirección, entre carcajadas repararon en su paupérrima presencia.

-¿Caballero, señor usted verme hacer asombrosas cosas quiere?- Repitió Juan Palmero con su particular acento.

Uno de los interpelados lo miro fríamente y entre risas le dijo.

-¿Ea, sucio guanche malandrín, que puedes tu mostrarnos de asombroso?

Juan Palmero eufórico por que por fin podría obtener unas monedas, le relato como con las seis naranjas que tenía en su mano, a veinte pasos de distancia y permaneciendo en el centro de un minúsculo circulo trazado en la tierra de donde no podía salirse, esquivaría todas las naranjas que le arrojaran y que el recogería en el aire para después darle con las mismas a quien se la tiraba, por unas monedas en caridad de Dios.

Los caballeros al oír lo que aquel andrajoso les decía, prorrumpieron en largas carcajadas mientras hacían participes de sus risas a otras personas que se habían acercado al ver alboroto.

-¿Sea pues astroso, pero te advierto de que si no cumplís lo que tu sucia lengua dice como es costumbre en los de tu raza, os hare azotar por embustero?-

Juan Palmero trazo un círculo en la tierra y dispuso a los veinte pasos al caballero que le lanzaría las seis naranjas convenidas.

Los asistentes pudieron ver atónitos como Juan Palmero, con quiebros y esquivos de su cuerpo sin salirse del círculo, mientras agarraba las naranjas en el aire para volverlas lanzar contra quien se las proyectaba.

Cuando hubo terminado, la muchedumbre que se congregaba para ver aquel espectáculo de destreza aplaudió la hazaña de aquel salvaje andrajoso, ante el asombro de los caballeros que habían tratado con él.

Juan Palmero se apresuro, con la cabeza gacha y extendiendo la mano sumisamente, a reclamarle a los hidalgos lo convenido.

-Que pena dais, guanche andrajoso, que los de tu raza no sirváis más que de bufones de feria- Le dijo mientras le tiraba a sus pies unas monedas, que Juan Palmero se apresuro a recoger.

A la caída de la tarde, Juan Palmero, después de haber comido algo que los frailes repartían de las sobras del convento, a los que como él no tenían nada en esta vida, se encaminaba presuroso a un tugurio donde cambiaba las monedas que apañaba vendiendo su habilidad por jarras de aquel liquido que los castellanos llamaban vino. El mismo vino con el que pretendía, día tras día, olvidar por unas horas su miserable existencia en aquel país extraño, donde hace unos años había llegado como esclavo y que después de ser bautizado bajo el mismo Dios de quienes lo habían comerciado como cautivo, había alcanzado la libertad por su condición de cristiano.

Tembloroso, bebía con avidez los primeros vasos. Queriendo aplacar aquella extraña sensación de sed que nunca se saciaba.

Cuando ya había anochecido, Juan Palmero, en aquel oscuro rincón de la taberna alumbrado por unas tintineantes velas de cebo, había bebido más de la cuenta y los síntomas de su embriaguez se hacían patentes.

Y aquel vino, lejos de hacerle olvidar su dolorosa existencia, se la acentuaba con el recuerdo de su pasado.

-Yo soy un valeroso guerrero Awara de la comarca de Tenagua- Decía en una enredada por el alcohol lengua nativa, mientras se tambaleaba al ponerse de pie.

Los que allí estaban lo miraban con una mezcla de burla y desprecio, sin entender la extraña lengua que aquel desecho humano farfullaba.

Uno de los sevillanos que se encontraban en aquel cuchitril, mientras miraba de reojo a Juan Palmero, interrogo al tabernero.

-¿Como es que estos sucios salvajes entren donde estamos cristianos viejos, mesero?- Le dijo mientras se incorporo ante la atenta mirada de los demás.

-Vos, guanche de baja estofa, iros si no queréis que os saque de aquí a patadas- Le grito a Juan Palmero, mientras este se acercaba tambaleándose hacia el sevillano.

-Tú no eres hombre de valor para mi persona, demonio- Le dijo farfullando su lengua nativa Juan Palmero, mientras el sevillano lo agarraba por los pelos y lo tiraba al suelo.

-¿Como osas, sucio bastardo, dirigirte a mí en tu salvaje lengua?-Grito el sevillano, mientras le daba una patada en la cara a Juan Palmero, que intentaba incorporarse en ese momento.

Juan Palmero cayó nuevamente al suelo, sangrando profusamente por la boca, mientras era arrastrado por el sevillano hacia la puerta de entrada y de un brusco empujón lo lanzaba a la calle.

-¡¡No volváis a entrar sucio salvaje, o probareis el temple de mi espada!!- Le vocifero antes de cerrar la puerta de la taberna.

Comenzó a llover serenamente, mientras Juan Palmero busco a rastras una pared donde apoyarse. La lluvia dio paso a un lodazal, mezcla de desperdicios y orines, donde Juan Palmero yacía sangrando.

Entre aquella inmundicia donde se recostaba bajo la lluvia, su pensamiento voló por unos instantes al pasado…

Y se vio a sí mismo, en varios instantes de su vida pasada. Jugando con sus dos hijos pequeños, Adejare y Algusega, bajo la tierna mirada de su mujer Dehelire, a los que había visto morir a la llegada de los extranjeros a su tierra. Con sus amigos, sus celebraciones, los campos de Awara…

Y comenzó a llorar lastimeramente.

Se puso de rodillas y con voz agarrotada entre sollozos, increpo al cielo en su lengua materna con los puños cerrados.

-¡¡Aboraaaaaaaaaaa!!-

-¡¡ ¿Por qué?!!-

-¡¡Quiero ser yo otra vez, por favor, quiero despertarme de esta pesadilla!!-

-¡¡Quiero volver a ser Airam…Quiero volver a ser Airam…!!-

Gritaba desconsolado, mientras se ahogaba en sus propios vómitos…

Fernando Hernández González

 

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