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Un texto del siglo XII, clave para comprender su obra

Bosco: el hombre que vislumbró el más allá

 

El escritor Javier Sierra se pregunta por las fuentes literarias que inspiraron al Bosco para pintar El jardín de las delicias. Y encuentra una pista en la magna exposición que el Museo del Prado dedicó al pintor el año pasado.

Por Javier Sierra*

Hay cuadros que –como las cajetillas de tabaco- deberían ir acompañados obligatoriamente de una advertencia. “La contemplación de esta obra produce desazón”. O incluso “mirar mata”. La sugerencia no es exagerada, sobre todo si hablamos de un pintor como Jheronimus van Aken, El Bosco. Más de medio millón de personas visitaron las veintiuna pinturas y ocho dibujos que compusieron la gran exposición conmemorativa que el Museo de El Prado clausuró el pasado mes de septiembre y apostaría a que casi todas tuvieron la desasosegante impresión de que les faltó algo. Un detalle. Una explicación. Una luz que responda a por qué un artista de los Países Bajos dedicó su vida a representar quimeras, figuras absurdas, demonios y paisajes del más allá con semejante lujo de detalles. Yo –que llevo dos décadas visitando El Prado y El Escorial, perdiéndome siempre en las salas donde cuelgan sus obras- sigo igual de desconcertado. Ni siquiera mis tropiezos con el Maestro que inspiró mi novela sobre la pinacoteca madrileña sirvieron para orientarme. Pero haciendo caso a San Agustín cuando escribió que “nada está perdido mientras haya ilusión por encontrarlo”, he visitado una y otra vez la exposición del Quinto Centenario en busca de un indicio, un agarradero, que me permitiera entender su obsesión por pintarnos el más allá.

La mañana del 30 de mayo de 2016, una hora antes de abrirse las puertas al público de esa exposición histórica, me quedé absorto ante una pequeña vitrina cerca de El jardín de las delicias. Había sido convocado a una entrevista para Informe Semanal y tras cumplir con ella aún me quedó algún tiempo para disfrutar del lugar a solas, en silencio. Aquel expositor mostraba una escueta colección de manuscritos que pretendía esclarecer qué clase de lecturas tuvo El Bosco durante el tiempo de ejecución de sus fantasías. Uno de ellos, un cuaderno cedido por el Museo J. Paul Getty, era un ejemplar de Les visions du chevalier Tondal abierto por una página en la que lucía una imagen espeluznante: un ángel flanqueaba al paso a un hombre desnudo que contemplaba impávido las fauces de una criatura que trataba de masticar a un par de desdichados puestos bocarriba y bocabajo. La escena, teñida de negros y rojos, me recordó de inmediato la insólita pareja que bascula en el árbol azul de la tabla central del Jardín de las delicias, colocada en posición parecida… y entonces me fijé en la fecha: 1475. Un cuarto de siglo anterior a la ejecución de la obra maestra del Bosco.

¿Había leído el pintor aquel librito? ¿Y qué contaba exactamente?

Las visiones del caballero Tondal, Túndalo, Tungdal o Tnúthgal –que por todos estos nombres se lo conoce- es un relato de origen irlandés que circuló ampliamente por la Europa que precedió al Bosco. Nacido como un cuento que se transmitía de boca a oído, terminó versionándose en latín, alemán, francés, holandés e incluso en castellano, con muchas variaciones. En esencia narra la peripecia de un caballero pecador y descreído que un buen día se queda traspuesto y, en sueños, es llevado al más allá para que vea con sus propios ojos lo que le espera si continúa por la senda que lleva su vida. En el infierno, un ángel lo somete a pruebas como atravesar lagos sulfurosos por pasarelas estrechas, contemplar a monstruos que devoran almas o las defecan, espantarse ante gigantes cuyas bocas están habitadas por sirvientes u horrorizarse ante monjes y religiosos que cometen toda clase de actos indecorosos. En los 154 manuscritos inventariados de esta obra, la riqueza de sus descripciones del más allá resulta abrumadora. Animales blancos y negros, islas oscuras y claras, pájaros e insectos antropófagos o danzas macabras terminan convenciendo al pobre de Túndalo de que es mejor arrepentirse de su conducta y no pasar la eternidad penando en un escenario como ese. Y tan convencido quedará que, al despertar, se encomendará a un monje irlandés llamado Marcus para que difunda su experiencia, cosa que hará a partir de 1149.

Que el entorno de El Bosco conoció este relato está fuera de duda. En el siglo XV el texto alcanzó su momento de gloria siendo llevado a imprenta en varios lugares de Europa, entre ellos la localidad natal del artista. En 1484, una década antes de El jardín de las delicias, fue editado por Gerardus Leempt y no sería extraño que el pintor hubiera conservado uno de estos ejemplares en su colección. Como la copia que se muestra en la exposición de El Prado, esa edición contenía imágenes grotescas y perturbadoras de ese “otro lado”.

Otra prueba de la fascinación de El Bosco por Las visiones del caballero Tundal descansa en la colección permanente de pintura del madrileño Museo Lázaro Galdiano. Allí, en un rincón de su sala goyesca, cuelga ahora una tabla de 54 x 72 cms titulada precisamente Visión de Tondal y atribuida a un seguidor del Bosco. “En realidad, tras haberla estudiado más a fondo, estamos razonablemente seguros que es una obra salida de su taller”, me explica Amparo López, conservadora jefe del Museo. El cuadro muestra, como el libro del Getty, un caballero junto a un ángel. El hidalgo está dormido y junto a él asoma una cabeza-montaña enorme alrededor de la cual se desarrollan espantos inconfundiblemente bosquianos. “La historia que inspira este cuadro busca que quien lo contemple reflexione sobre qué está haciendo con su vida. Se trata de una obra profundamente moralizante”, añade López que hoy defiende al cuadro como una de las joyas de su colección y que se une así a la teoría de que las obras del Bosco buscaban como fin supremo estimular el debate entre quienes las contemplaban. Algo así como los debates televisivos de hoy día.

En las salas revestidas de maderas nobles del Lázaro Galdiano no logro quitarme de encima la desazón que producen estos vislumbres del más allá. El palacio-museo también ha albergado en estas fechas su particular homenaje al Bosco. Artefactos y mecanos descompuestos obra de Sjon Brands, o un Jardín de las delicias al que el artista gráfico José Manuel Ballester ha desposeído de humanos, me recuerdan que la preocupación por lo que nos espera después de la muerte sigue inspirando “monstruos” en nuestra época. Y con razón. Hemos avanzado en muchos frentes del conocimiento, asomándonos a mundos que ni El Bosco imaginó, pero la gran pregunta de qué nos aguarda al “otro lado” solo osados como Tundalo la vislumbraron. Quizá su clave fue dormirse con ese temor dentro y dejar que su sueño les trajera la respuesta que anhelaban.

Quizá.

Yo, por si acaso, procuro no dormirme con una de esas imágenes cerca. “Mirar mata”

(*) Javier Sierra es escritor. Su obra El maestro del Prado (Planeta) profundiza en los enigmas de El Bosco.

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