Aunque no aparece como tal en el santoral católico, la isla de La Gomera tuvo durante siglos a su propia santa, Sor Azucena de Santa María, nombre que al parecer fue inspirado por el mismísimo cielo. Nació y pasó su infancia en Arure, donde su prodigioso y confuso recuerdo siembra de gestos y topónimos el territorio.
Sorprende descubrir que con una vida conventual tan efímera y muriendo tan joven, con apenas 22 años, haya perdurado durante tanto tiempo su memoria en la isla que la vio nacer. En la parroquia de Nuestra Señora de la Candelaria de Chipude posiblemente fue bautizada nuestra protagonista, cuyos padres, Domingo y María, le pusieron por nombre María Clemente García al poco de nacer un 2 de junio de 1655. Una vez más estamos en deuda con el profesor de historia, investigador y prolífico escritor Manuel González Hernández por habernos puesto sobre la pista inicial de la figura de esta mística e iluminada gomera, religiosa que profesó como monja catalina en el convento de San Nicolás Obispo de La Orotava. Aquel enclave religioso se levantaba por entonces junto al templo de La Concepción, en el mismo solar donde se alzaría después el mítico Teatro Power, y tras este, los inmuebles destinados a Correos y Juzgados. Allí llegó María Clemente, al parecer, siendo muy joven como monja lega y pobre, tras una infancia pastoreando rebaños de ovejas en Arure. La tradición dice que lo hacía con serena calma y destreza por abruptos parajes como el de la Joya de Heredia, testigo hasta tiempos recientes de desgraciados despeñamientos. Esos primeros años son descritos como pródigos en virtudes y portentos, narrativa que necesariamente hoy tenderíamos a valorar de otra manera. Lo cierto es que transcurridos más de 350 años su impronta marca el territorio gomero por el que la tradición la sitúa, dando nombre a un chorro, una represa, un barranco, una cueva, alguna valiosa tradición local…e incluso a mujeres nacidas en Arure o colectivos como una asociación de madres y padres de alumnos. Por ejemplo, el Chorro de Santa Azucena toma su nombre del recuerdo de aquella pequeña ascendiendo por el acantilado en busca de agua, sin temor ni obstáculo físico alguno que lo impidiese, ante el asombro y la admiración de sus vecinos que debían hacerlo por caminos mucho más transitables. En otra versión, su paso habitual por el lugar tenía más que ver con el camino próximo que recorría para acudir a orar y escuchar misa en la ermita de San Nicolás de Torentino, hoy bajo la advocación de Nuestra Señora de la Salud.
AZUCENA, LIRIO DE HOJAS MORADAS
Al estilo de otras religiosas que gozaban de fama de santidad, de ella se contaba que siendo apenas un bebé ayunaba rechazando el pecho, amamantándose únicamente una vez al día los miércoles, viernes y sábados según unos, o ayunando dos días por semana según otras versiones. Catalina de San Mateo, en Guía, Gran Canaria, también ayunaba desde la cuna. Las privaciones alimenticias serían una constante en su vida, de manera que ya en el convento orotavense los ayunos serían habituales, tolerando apenas un puñado de arvejas y dando muchas veces sus raciones a los pobres. En esa infancia era habitual encontrarla arrobada en los campos donde andaba su rebaño, postrada de rodillas en éxtasis, ensimismaba con revelaciones celestiales. También, muy al estilo de la época, se contaba que desde niña ya se sometía a duras penitencias, con cilicios domésticos que se fabricaba con llaves o alambres, durmiendo en el suelo o sobre una dura tabla, y usando una piedra como almohada. En el desconocido romance que hemos podido localizar en los archivos históricos de Castilla-La Mancha, obra de Antonio Correa Sanabria, La Flor del cielo Azucena de Santa María, se menciona que en el momento del descanso sujetaba la cola de su pelo a algo más elevado para, con la tirantez lograda, mantener de manera antinatural la cabeza erguida y no descansar ni dormir al tumbarse. En la búsqueda del castigo del cuerpo físico como vía de elevación quedó en las fuentes disponibles el recuerdo de que pedía ayuda a otros para ser duramente azotada, a veces a una hermana y en la mayoría de las ocasiones a un joven que trabajaba para su padre. El romance de Correa Sanabria paradójicamente plasma tan crudos instantes en unas pocas y gráciles líneas “Y el simple, y rústico mozo cruelmente la castigaba con unas varas nudosas, que a una peña lastimaran. Ella alegre, los azotes por su Dios los toleraba, siendo el cuerpo de Azucena un lirio de hojas moradas” Este lírico documento posiblemente redactado en el último tercio del siglo XVII, quizá al poco de morir Sor Azucena pues la copia consultada lleva escrita a mano una nota con la fecha 30 de mayo de 1681, fue dedicado a sus compañeras catalinas y contiene algunos detalles que permiten reconstruir la vida de nuestra Venerable, eso sí, con la ayuda de los recuerdos de la tradición oral, y especialmente con la información rescatada por el profesor Manuel González del manuscrito inédito Historia de la Fundación de los Conventos Catalinos. Precisamente en este último documento se describe lo docta y aventajada que, a pesar de ser analfabeta y sin posibilidad de evitarlo, quiso la divinidad que fuese desde pequeña “A los siete años era más para el cielo que para la tierra. Todo lo suyo era rezar. Dio en breve tiempo más de lo que la maestra de labor le enseñaba, porque su sabiduría se adelantaba al uso de la razón; por eso de esa edad, según lo que reveló a una amiga suya y virtuosa y a su confesor, hizo voto de castidad”
EL PRODIGIO DE LAS LETRAS DORADAS
Al parecer nuestra futura monja siempre supo que entregaría su vida a Dios. Eran indicios de ello los ayunos, los estados contemplativos, la lucidez espiritual que sorprendería a los padres doctos ya en el convento, sus duras disciplinas y, de tarde en tarde, algún portento. Si llovía ella milagrosamente no se mojaba; si sus cabras se dispersaban o extraviaban -más bien ovejas-, nunca hubo que lamentar pérdida alguna, pues regresaban dóciles; un espino creció sobre una dura piedra y sin agua alguna, para ocultar la entrada de una cueva en la que ella se recogía en oración; una colmena de abejas formó una corona sobre su cabeza, imitando a las estrellas del cielo… En consonancia con la ambivalencia muchas veces inherente a la religiosidad popular, en una ocasión maldijo una higuera con la que había tropezado en las proximidades de su popular chorro, provocando que cada año se cargara de muchos y vistosos frutos que, al intentar ser recogidos para comer, caían al suelo duros como piedras e intragables. En una ocasión su padre quiso reprenderla por llegar tarde, posiblemente por andar absorta en sus oraciones. Además de maltratarla de palabra, y en línea con los usos pedagógicos de la época, cogió un palo para atizarle pero en ese lance, según glosó Correa Sanabria “revoloteando aprisa, del cielo un ave muy blanca bajó, y dándole en el pecho, lo detuvo con las alas”.
La certeza revelada de que entraría en un convento, necesariamente fuera de La Gomera al no existir allí enclave alguno para que una mujer lo hiciera, generaba incredulidad en sus padres al carecer por su humilde origen de recursos para la dote, una duda que empezó a contagiar también a la joven María. Como no podía ser de otra manera, la divinidad obró para disiparla con otro singular prodigio, “que asombra, admira y pasma” según Sanabria, abriéndose el cielo sobre ella para hacer llover azucenas sobre la futura venerable, formando una alfombra a su alrededor. Sin embargo, en la manga divina aguardaba un as adicional, pues los pétalos mostraban unas delicadas letras doradas en la que se leía Azucena de Santa María. Ese sería su nombre. La joven las cogió y las llevó a su padre espiritual, posiblemente el cura de Chipude o quizá algún fraile franciscano, quién contempló el prodigio conservándolas en un arca como reliquias en la iglesia, donde al parecer fueron veneradas durante un tiempo indeterminado. ¿Se conservarán en algún pequeño cofre de la parroquia de Chipude algunos pétalos resecos que evoquen el prodigio referido? ¿Están tal vez en la ermita-parroquia de Nuestra Señora de la Salud, antaño bajo la advocación de San Nicolás? Sería emocionante que allí estuvieran, a ser posible, con rastros visibles de la grafía celestial, aunque de momento las pesquisas realizadas a sugerencia nuestra por el párroco de Chipude, Cristo Manuel León, no han dado sus frutos.
200 ROSARIOS DIARIOS
Aquella revelación se mantuvo en secreto por parte de la familia y el cura, pero quiso Dios que los niños, con frecuencia sus más directos mensajeros, pregonaran inspirados por las calles el nombre de Sor Azucena como señal adicional de la voluntad divina. La afamada y querida Efigenia Borges compartió con nosotros la pasada primavera el recuerdo popular que atesora desde la infancia, como tantos vecinos de Arure y caseríos próximos como el de Las Hayas, sobre este personaje. Con emoción entonó el pie de romance:
“En este pueblo de Arure
nació y se crió una niña,
hija de María Clemente
y de Domingo García”
Doña Efigenia también relata la historia popular de la visita de tres frailes de Las Palmas que acuden al pueblo para entrevistarse con la pequeña María, con el fin de determinar cuánto de verdad había en todo lo que de ella se contaba. En su casa les preparó la comida y al momento de servírsela fue leyéndoles el pensamiento uno a uno, quedando los monjes visitadores convencidos de su santidad. Este relato sobre la Santa Azucena conecta con otra tradición local, la del hipotético convento o casa de frailes franciscanos con el que al parecer contó Arure entre los siglos 16 y 17. El historiador del arte y pertinaz divulgador Pablo Jérez Sabater apunta a Las Casitas como el enclave tradicionalmente señalado para ubicar la casa donde habitarían, o al menos descansarían, los frailes durante sus predicaciones, un lugar en el fue encontrada una pila bautismal de tosca y algún otro elemento que potencialmente avalaría la veracidad de la leyenda. ¿Fueron estos los frailes que hablaron con la joven santa? ¿Facilitaron ellos su entrada en el convento tinerfeño? El recuerdo local sitúa también en ese lugar la casa en la que habría nacido la joven, aunque posiblemente ello sea fruto del solapamiento con la ubicación de la hipotética casa franciscana.
Según otros piadosos retales con los que se compone su biografía, al poco tiempo la futura Sor Azucena recibió una carta del convento orotavense invitándola a entrar en su congregación, y no en uno de Las Palmas como ha quedado en el recuerdo gomero, lo que resolvía una vez más por designio divino el escollo de la ausencia de dote. Allí sobresalió como la más obediente y recatada, con sus ayunos y disciplinas, viviendo casi en una doble clausura. Entre sus muros prosiguió con su gran devoción al Rosario, alcanzando prodigiosamente los 200 rezos diarios según se repite en las fuentes escritas y orales.
Si hacemos caso al romance inédito de Correa Sanabria, Sor Azucena estuvo de novicia durante 11 meses, enfermando de calenturas al cabo de ese tiempo. La gravedad de su estado haría que profesase en su lecho de muerte en 1677, con la visión espiritual de la Virgen y los ángeles acompañándola. Fue honrada y velada durante días, predicando en su funeral el célebre franciscano y pertinaz observador de este tipo de figuras venerables, fray Andrés de Abreu, con devotos de toda la isla que intentaban, muy al estilo de la época, llevarse algún trozo de su ropa como reliquia.
BENDECIR EL PAN CON LA SANTA AZUCENA
En nuestras indagaciones una de las más curiosas y entrañables sorpresas la recibimos de manos del historiador del arte -además de reconocido verseador- Eduardo Duque González. En su recuerdo está la figura de la añorada Socorro Chinea como fuente de los relatos populares que conoció sobre la Santa Azucena. Además de la lectura del pensamiento a los frailes y el relato de la higuera ya citados, existe una tercera historia, igual de inocente de no ser por su particular epílogo. Se cuenta que en una ocasión la madre preparó el pan y lo dejó al horno, pidiendo a la pequeña María que lo atendiera mientras ella acudía a misa. Sin embargo, la futura santa también se presentó en la iglesia quedando el pan sin vigilancia, y por ello quemado. Ante el pesar de su madre, la niña rezó y el pan quedó milagrosamente en el mejor de los estados. Pues bien, la impronta de este cándido portento quedó en la tradición local de bendecir los productos horneados, panes, tortas, bollos y demás delicias. Tras el amasado se recita al introducirlo: “Santa Azucena Bendita, quédate aquí luego vuelves”, haciendo una señal de la cruz en el aire sobre la bandeja o bien en la puerta del horno. Pensar en que lo que ha salido del horno durante siglos en este pueblo está marcado, de alguna manera, por la impronta de nuestra protagonista, no deja de ser evocador.
Como sucede con otros personajes similares, el afán por hacer brillar sus perfiles hace muy difícil, más allá del sentido común o de la negación sistemática de todo prodigio que dictaría la lógica, lo que pudo haber de real en Sor Azucena y todo lo figurado o distorsionado por el paso del tiempo. Cuesta aceptar que con tan poco tiempo en Tenerife su santidad contase con el necesario conocimiento popular en la isla como para justificar un concurrido funeral , pero al mismo tiempo debió de gozar de una notable notoriedad en La Gomera para justificar que su impronta quedase en romances, tradiciones y topónimos. Con independencia de las creencias de cada cual, y de las zonas grises que sin duda siempre van a perdurar a la hora de abordar a personajes de su esfera, entendemos que la vida y memoria de esta singular hija de Arure merece ser recordada. Incluso, cabe la posibilidad de tender hipotéticos puentes con la figura de otra religiosa gomera venerable, Sor Martina de San Jerónimo Mejías, con fama de santidad en su devenir conventual concepcionista en Garachico. Martina nació apenas cinco años antes, en 1650, y quizá por una combinación con la figura de Sor Azucena, se piensa que en los mismos parajes gomeros. De La Gomera fue llevada de muy niña al convento garachiquense tras ser raptada su madre por piratas moriscos, por lo que es pura especulación el imaginar si pudieron conocerse, e incluso, jugar juntas.
José Gregorio González
Originalmente publicado en Diario de Avisos el domingo 15 de agosto de 2021.