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Artículo originalmente publicado en el nº de agosto de 2022 de la revista Año Cero 

LA GRAN MENTIRA DE LOS PSICOFÁRMACOS 

Resiliencia y ansiolíticos para domar a las masas

Es posible que el lector encuentre en el mercado de novedades pocos libros tan reveladoramente indignantes como el que centra nuestro foco en estas páginas. Sedados, cómo el capitalismo moderno creó la crisis de salud mental (Capitán Swing 2022) debería ser un manual de obligada lectura para todo profesional que trabaje o aspire a trabajar en el complejo territorio de los trastornos de la mente. Esta obra, que maneja datos principalmente de Reino Unido y EE.UU aunque perfectamente extrapolable a países como el nuestro, llega a España cuando los datos nos sitúan a la cabeza en el consumo de psicofármacos. Su autor, James Davies, cuenta con todas las credenciales académicas y la pulcritud científica necesarias para que su demoledora crítica sobre el mercado político y farmacéutico de la salud mental no caiga en saco roto. Este profesor en Antropología Social y Psicoterapia en la Universidad de Roehampton no se anda con medias tintas, y acusa directamente al capitalismo actual –la versión neoliberal apadrinada por Reagan y Margaret Thatcher – de haber favorecido la implantación de un próspero modelo de tratamiento farmacológico en psiquiatría, modelo en el mejor de los casos inservible, donde a la probada ineficacia de los medicamentos se suma la creciente descripción, sin el mismo rigor y criterio científico que rige en otras áreas de la medicina, de nuevos trastornos mentales. Desde sus primeras páginas escandaliza descubrir cómo el manual de referencia usado a nivel internacional para describir los trastornos psiquiátricos, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales, DSM por sus siglas en inglés, ha pasado de 106 trastornos a principios de los años setenta del siglo pasado a 370 en la actualidad, y todo ello como producto de un juego de consensos entre un reducido número de sabios psiquiatras y no como consecuencia, como cabría esperar especialmente en temas de salud, de estudios científicos. Según Davies, se ha estado “rebajando progresivamente el listón de la definición de lo que se considera un trastorno psiquiátrico (facilitando de este modo que cualquiera de nosotros pueda ser calificado como <enfermo o enferma mental>) Estos procesos han tenido por efecto la medicalización, la patologización y finalmente la medicación injustificada de muchas de nuestras aflicciones humanas cotidianas

Tal y como se asegura en sus páginas, muchas de las personas “a las que se les diagnóstica y prescribe medicación psiquiátrica no padecen problemas biológicamente identificables, sino que experimentan las comprensibles y, por supuesto, dolorosas consecuencias de las dificultades vitales: rupturas familiares, problemas de trabajo, infelicidad en las relaciones o baja autoestima” En sintonía con esto, el catedrático de Psicología Clínica Enrique Echeburúa se preguntaba recientemente en las páginas del periódico El País ¿Dónde está el límite entre la tristeza y la depresión, entre la timidez y la ansiedad social, entre ser travieso y ser hiperactivo, o entre la pesadumbre por la muerte de un ser querido y el duelo patológico? (…) El malestar emocional generado por las adversidades de la vida cotidiana no constituye un problema de salud mental ni requiere necesariamente un tratamiento psicológico. Las personas suelen experimentar tristeza cuando pierden a alguien cercano, miedo cuando se enfrentan a algún peligro, rabia cuando se sienten ofendidas o indignación cuando se ven maltratadas.

No obstante, para quienes apuestan y se enriquecen con la patologización del sufrimiento, ello supone un mayor volumen potencial de clientes -que han dejado de tener el rol de pacientes- y una herramienta adicional para sostener un sistema económico fallido, un parche que ayuda a situar los supuestos problemas de salud mental en los individuos y no en las políticas y estructuras sociales que tanto desencanto generan. Etiquetar como nuevos trastornos, susceptibles de ser medicados, situaciones y estados de ánimo en los que se manifiesta ese creciente descontento con las desigualdades sociales o el asfixiante modelo laboral y productivo que rige el mundo desde hace décadas, además de un buen negocio, neutraliza la protesta y la rebeldía social que siempre ha sido el combustible de las transformaciones. En una de las pancartas que aderezaban el pasado 28 de mayo el recorrido del Orgullo Loco por Madrid se podía leer “No necesitas un psiquiatra. Necesitas un sindicato”  Ante un mensaje tan rotundo, sobran las explicaciones.

Para Davies es revelador descubrir como el creciente endeudamiento de las personas experimentado en las últimas décadas, vinculado a un feroz fomento del consumo compulsivo y a la falta de regulación gubernamental en la concesión de créditos, conduce a las poblaciones a trabajar más horas y en peores condiciones, en un marco de coberturas sociales a la baja y una menor influencia sindical. Las leyes de muchos países facilitan ese modelo en el que todo parece estar regulado por las necesidades del mercado y no de las personas, generando una pandemia de infelicidad laboral y social que va en paralelo a un mayor diagnóstico de enfermedades mentales y, por ende, de la prescripción y consumo de psicofármacos.

MASAS DÓCILES Y CUMPABLES

Las páginas de Sedados permiten entender cómo ha sido el proceso mediante el cual se ha conceptualización el sufrimiento humano como algo individual y cerebral, y por tanto tratable mediante una modificación del pensamiento y sustancias químicas, un malestar que se insiste en describir ajeno a la economía y al sistema social vigente, a fin de evitar críticas y la tentación de promover cambios en dichos modelos. Davies, de manera muy coloquial, lo esquematiza en cuatro fases o procedimientos.

El punto de partida es lograr que la población asuma el sufrimiento humano como algo de la esfera individual, de manera que es la persona quién no funciona y quién debe cambiar para encajar. El discurso abusivo de la resiliencia, de la reinvención, de la anulación de las emociones negativas, del optimismo extremo, contribuye a ello creando comunidades dóciles.

A continuación, se ha redefinir “el bienestar individual en un sentido que concuerde con los fines de la economía. Deberá caracterizarse el bienestar de manera que incluya aquellos sentimientos, valores y comportamientos (por ejemplo, ambición personal, competitividad y laboriosidad) que favorezcan el crecimiento económico y aumenten la productividad, sean o no efectivamente beneficiosos para las personas concretas y para la comunidad.”

El tercer paso, derivado de los dos primeros, consistirá en penalizar aquellos comportamientos, reacciones y emociones que puedan afectar al modelo económico y social describiéndolas como trastornos, medicalizándolos para evitar que se contagian y puedan alentar acciones y movimientos sociales reivindicativos “que podrían frustrar la consecución de los intereses económicos de poderosas instituciones y élites financieras

Finalmente, el sufrimiento se convierte en un lucrativo negocio, mediante la fabricación y venta de los remedios que prometen curar lo que en origen no es patología sino disconformidad y frustración. El propio sistema disfuncional e injusto que genera la insatisfacción del individuo y le responsabiliza de ello, potencia el consumo masivo de esos fármacos que, en la mayoría de las ocasiones, lejos de mejorar algo, lo empeoran.

Esta medicalización también se da en la esfera laboral, donde la falta de productividad y las bajas laborales por salud mental son combatidas por las empresas con el mismo enfoque: el problema es del sujeto y no de las condiciones laborales. Las intervenciones, que insisten en que se vean las cosas de forma positiva y se cambie la mentalidad, van dirigidas fundamentalmente a la vuelta al trabajo del sujeto y no a mejorar la salud de los mismos. Pocas veces, o nunca, modifican las causas situacionales del puesto de trabajo, conduciendo a la medicación cuando la reeducación y el cambio de enfoque que se pauta para la reintegración laboral no surten su efecto. Aunque por falta de espacio es imposible abordarlo en estas páginas, Davies destapa el monumental fiasco que ha supuesto en Inglaterra el costoso Programa de Mejora del Acceso a Terapias Psicológicas. Además de no ser efectivo para los pacientes, ha terminado siendo dañino para los propios profesionales encargados de llevarlo a cabo, que terminaban como sus propios pacientes, frustrados, estresados, desmotivados, etc.

MEDICINAS QUE NO CURAN

Una de las realidades más alarmantes e incontestables sobre la que nos alertan los estudios reunidos en este volumen, y que debería invitar a corregir de inmediato el rumbo de la psiquiatría, es la relativa a la falta de eficacia de los psicofármacos. Davies no reniega de ellos y considera su uso en casos graves y en tiempos cortos para estabilizar a los pacientes, circunstancia alejada por completo de la realidad. En contraste con lo que ocurre en cualquier otro ámbito o especialidad médica, en la que se producen avances y se desarrollan nuevas técnicas y tratamientos que mejoran el bienestar, la esperanza de vida y las tasas de recuperación de los enfermos, en el campo de la enfermedad mental todos los parámetros parecen empeorar en las últimas décadas. Todos menos uno, el de la facturación de las farmacéuticas, una industria conformada por laboratorios que con frecuencia sacan al mercado medicamentos psiquiátricos que apenas mejoran el placebo en algún parámetro, y en las que, de acuerdo con Davies, no es extraño descubrir que comercializan nuevos productos que pueden llegar a ser incluso inferiores en sus efectos a los que pretenden sustituir. Llama poderosamente la atención descubrir que estas farmacéuticas han conseguido convertir en un bestsellers un manual médico como el citado DSM, procediendo en algunos países a su compra masiva para su posterior distribución como obsequio entre los psiquiatras. Una práctica legal, pero de moralidad cuando menos cuestionable, en la medida en la que según los datos recogidos en Sedados, orienta a los profesionales de la salud mental en el diagnóstico de “enfermedades” de nuevo cuño dudosas, para las que ellos mismos fabrican los “remedios” que nos las curan.

Los ejemplos sobre ocultación de efectos secundarios, la mala práctica de sobredimensionar algunos tímidos efectos positivos, las irregularidades por decidía o falta de control en la autorización de nuevos medicamentos, los conflictos de intereses cristalizados en el aval de medicamentos otorgado por científicos a sueldo de la industria, o las puertas giratorias que sitúa en los órganos gubernamentales de control farmacéutico a empresarios o a políticos retirados en cargos en las farmacéuticas, aparecen diáfanamente descritos en Sedados. Alarmantes son sin duda aquellos estudios que demuestran que los medicamentos para tratar las enfermedades mentales no sólo no funcionan, sino que deterioran notablemente a los pacientes cuando se usan de forma prolongada. Libros como Locura en Estados Unidos y Anatomía de una Epidemia, del periodista estadounidense Robert  Whitaker, denunciaron esta situación demostrando que a pesar del enorme aumento en la prescripción de psicofármacos en EEUU, las ayudas oficiales por enfermedad y discapacidad por enfermedad mental estaban al alza. Las personas no mejoran de aquellas cosas por las que son tratadas, sino que empeoran. Por el contrario, muchos estudios revelan que los pacientes mejoran visiblemente cuando abandonan esos tratamientos. En este sentido Martin Harrow, de la Universidad de Illinois, publicó en 2007 la investigación más precisa hasta la fecha sobre los efectos del uso prolongado de psicofármacos. Trabajó con pacientes esquizofrénicos que fueron encuestados a los cinco, diez y quince años de iniciarse el tratamiento. La conclusión es que mejoraron más y mejor quienes habían interrumpido el tratamiento antes, de manera que al cabo de diez años el 44% de los pacientes no medicados estaba recuperado, frente al 6% de recuperados entre quienes seguían tomando la medicación. “De hecho, los resultados del grupo no medicado eran muy superiores en relación con cualquiera de los síntomas o resultados funcionales evaluados (nivel de ansiedad, función cognitiva, capacidad de trabajar, etc.) Cuanto más prolongado era el tratamiento farmacológico, peores eran los resultados en relación con cualquiera de los parámetros considerados”, escribe James Davies al citarlo. En 1994 una revisión de todos los estudios sobre el uso de psicofármacos realizada por un equipo de la Universidad de Harvard reflejó que, a diferencia de lo que ocurría en el resto de ámbitos médicos, los pacientes psiquiátricos no mejoraban. Por su parte, en 2017 la revista Psychotherapy and Psychosomatics publicó otra investigación sobre la evolución durante nueve años de 3300 pacientes tratados con antidepresivos. “Los pacientes medicados presentaban síntomas significativamente más graves al cabo de nueve años comparados con aquellos que habían interrumpido el tratamiento. De hecho –leemos en Sedados– incluso las personas que no habían recibido tratamiento alguno presentaban una evolución más favorable que quienes habían recibido medicación durante largo tiempo”

La lista de estudios similares es demasiado amplia como para poderlos reseñar todos, pero conviene no pasar por alto el publicado en 2020 en Journal of the American Medical Association sobre los múltiples daños cerebrales causados por el uso de antipsicóticos, incluida la perdida de tejido cerebral. Este efecto ya fue descrito en humanos en 2011 por la neurocientífica Nancy Andreasen, quien además de pérdida de materia gris y blanca detectó mediante resonancia magnética la atrofia progresiva del córtex prefrontal.

ALTERNATIVAS A LA MEDICACIÓN

Junto a una ambiciosa reformulación del sistema económico y social en el que vivimos, que permitiría cortar de raíz y de forma estructural muchas desigualdades auspiciadas por los mercados, reequilibrando el papel promotor y regulador de las instituciones en el bienestar, Davies apuesta por multiplicar los recursos para abordar los problemas desde la psicoterapia. Más terapia psicológica con enfoque humanista, más diálogo y alternativas sociales, y un profundo proceso de desmedicalización que dirija los tratamientos con psicofármacos allí donde la evidencia científica señale que funcionan. Sin duda, eso no sólo choca frontalmente con una poderosa industria que hará todo lo posible por evitarlo, sino también con nuestras propias resistencias, -convenientemente reforzadas por el sistema económico neoliberal desde los años ochenta-, a gestionar sin medicación el sufrimiento y el malestar. Da la impresión de que cada vez tenemos la piel más fina y nuestra tolerancia a la incomodidad, al malestar, es menor. El sistema lo sabe y lo fomenta para mantenerse, dado que como apunta Davies, el sufrimiento ha sido clave a lo largo de la historia para movilizarnos y propiciar los cambios necesarios para revertirlo.

Bonus:

EL ORGULLO LOCO

Emulando algunas de las estrategias del Colectivo LGTB, el Orgullo Loco es un movimiento que aglutina a pacientes, ex-pacientes, familiares y terapeutas que luchan por dignificar la salud mental y eliminar los estigmas vigentes y los tratamientos violentos en psiquiatría, desde los ingresos forzosos a las inmovilizaciones o contención mecánica en las unidades de psiquiatría, pasando por la sobremedicación. Además, trabajan por resignificar las etiquetas que históricamente han sido usadas para estigmatizarlos, como la de locos, así como para evitar que se considere patológico y se medique toda expresión de malestar y sufrimiento humano. El Orgullo Loco nació en Toronto en 1993 con el nombre Día del Orgullo del Superviviente Psiquiátrico, y hoy tiene presencia en Estados Unidos, España, Brasil, Portugal y Australia, entre otros.

 

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