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Gritos desgarradores y un estado de pánico cercano al schok son las características más impactantes de los terrores nocturnos, una sobrecogedora experiencia que hostiga con mayor incidencia a los niños y cuya naturaleza sigue estado vetada a los investigadores de la mente. ¿Qué sucede durante estos interminables momentos de incontrolable terror? ¿Cual es la naturaleza de las lúgubres y amenazantes figuras que invaden las habitaciones de quienes los padecen? ¿A qué se debe la amnesia que bloquea el recuerdo de tales vivencias?

Un grito agudo y desconsolado desgarra el silencio de la noche. Temblorosa, con la mirada perdida y empañada de lágrimas, la pequeña María aparece inmóvil al pie de su cama, paralizada como una estatua mientras balbucea de manera ininteligible y señala como su mano a la pared. A la dramática escena asisten por quinta noche consecutiva sus sobresaltados padres, quienes con el corazón al borde del colapso  el estómago aguijoneado por el grito de su hija intentan calmarla sin el menor éxito. El sudor empapa ese cuerpo menudo y tembloroso, agitado y atemorizado, presa de un pánico incontrolable; en la habitación de María hay algo más, una presencia invisible que solo ella percibe y que es capaz de eclipsar por completo su risueña mirada y su chispeante vitalidad. Diez minutos más tarde la pequeña de cinco años se duerme sollozando en el regazo de su madre, quien presa de un nada disimulable nerviosismo y una insoportable impotencia ya no podrá volver a conciliar el sueño. El reloj marca las 03.15 de la madrugada y en aquella pared no hay otra cosa que una repisa en la que descansan un libro de cuentos, un peluche y dos fotografías. Nada que racionalmente pueda justificar la desconsolada escena…eso es lo inquietante.

Terrores y pesadillas.

Los padres y madres que han vivido en primera persona esta demoledora situación encontrarán que a pesar del realismo de nuestra descripción, apenas refleja una parte del pánico, nerviosismo y desorientación que acompañan estos interminables momentos. El instinto de protección hacia sus hijos choca frontalmente con la incapacidad para atajar la situación, sufriendo la impotencia que supone el ser incapaces de calmar a los pequeños y tener que limitarse a contemplar como el episodio remite por si solo. Los progenitores son espectadores de una situación sobre la que ni ellos ni sus hijos tienen control, pues ni su presencia, palabras y actos parecen surtir efecto notorio alguno sobre el infante, aunque ello no sea motivo para que de manera innata estos acompañen y arropen a los pequeños en estas crisis. No es extraño que precisamente el intento de los padres por normalizar la situación intentando calmar al niño termine por empeorarla, aumentado los gritos y otros síntomas, al punto de llegar a provocar que el pequeño salga huyendo de la habitación sin la necesaria coordinación psicomotriz como para no tropezar y golpearse. Allí donde el niño parece percibir claramente una presencia amenazante y aterradora, los padres no ven nada extraño, pero de nada sirve intentar explicárselo al protagonista de la experiencia. Los terrores nocturnos son en suma una incógnita para pediatras, psicólogos y psiquiatras, un asunto por el que los profesionales suelen pasar de puntillas al no poder ofrecer una explicación que clarifique su naturaleza limitándose a describir su sintomatología. De hecho, una de las pocas certezas que manejan es que pueden ser un síntoma en edad adulta de alguna alteración neurológica o el efecto secundario de alguna medicación, pero en el grupo de mayor incidencia, los niños, dichas explicaciones no son válidas por lo que presumiblemente se etiquetan con el mismo nombre situaciones que no son equiparables.

En los terrores nocturnos, -escribe de manera más descriptiva el prestigioso psicólogo Joan Corbella Roig- tras algunos gritos, el niño se levanta o se sienta en la cama sobresaltado, da señales inequívocas de angustia, habla con voz trastornada, a veces irreconocible para los familiares, grita, gesticula, se agita, parece que quiere defenderse de personajes amenazadores, como si estuviera viviendo un cuadro terrorífico; no reconoce a quienes le rodean, pero reacciona ante las tentativas de tranquilizarlo. Se pone más o menos rígido, se cubre de sudor, tiembla, a veces incluso puede presentar un tipo de crisis convulsiva. El niño puede permanecer confuso y alarmado en largos periodos después de haber despertado. Una vez que ha pasado el terror, tras ser consolado por sus padres, vuelve a dormirse. Al despertar no recuerda el fenómeno vivido, pero puede tener miedo al iniciarse la noche siguiente. Puede repetirse varias noches y con un horario fijo.”

Junto a esa pauta temporal, es desconcertante comprobar el grado de realismo de las vivencias experimentadas durante uno de estos episodios, un realismo capaz de sumir en estado de shock a quienes los viven. Pero más paradójico resulta la manera en la que estas intensas vivencias son olvidadas por quienes las padecen, conservando en algunos casos un fugaz e impreciso recuerdo al despertar. Lo que aparentemente ha sido un momento aterrador para el sujeto y tremendamente angustiante para los padres, se esfuma con la luz de día como si nunca hubiera sucedido, aflorando solo ocasionalmente en forma de fobia en el momento de irse a la cama. Esta amnesia, y las limitaciones propias de la edad para verbalizar las experiencias oníricas, impiden profundizar en la naturaleza de un trastorno clasificado por los expertos a falta de otros datos que permitan evaluaciones más precisas en el grupo de la parasomnias.

Minutos de terror

Convierte advertir que existen notables diferencias entre los terrores nocturnos, las pesadillas y la fobia o miedo a dormir, aunque esta última puede estar asociada a nuestros protagonistas. Los terrores nocturnos de los que nos estamos ocupando suele afectar a los niños entre los 2 y los 5 años, aunque pueden aparecer en plena pre-adolescencia padeciéndola en conjunto entre un 1% y un 6% de los niños menores de 12 años. La incidencia no es muy alta y contrasta con la del sonambulismo, que afecta a entre un 10 y un 30% de los niños entre los 4 y los 6 años. En datos globales, tal y como apuntan los doctores Molina-Carballo y Muñoz-Hoyo, “hasta un 78% de los niños de entre 3 y 13 años padecen al menos un tipo de parasomnias. La mitad de los niños experimentan somniloquios como mínimo una vez al año, y menos del 10% de ellos a diario”.

Aparecen en las etapas 3 y 4 del sueño, en las de sueño profundo y hacia el primer tercio de la noche, es decir entre la segunda y tercera hora del sueño, cuando la relajación muscular es máxima y son las ondas cerebrales delta las dominantes. Durante el terror nocturno el electroencefalograma muestra una variación de las onda cerebrales hacia las alfa o las theta, aumentando como es evidente el tono muscular, la frecuencia cardiaca, el ritmo respiratorio, la sudoración y otros marcadores biológicos. Los episodios pueden oscilar entre los 5 y los 20 minutos a razón de uno por noche, aunque en cualquier de los casos la fuerte carga y tensión emotiva hace que parezca que el tiempo no transcurre. Si la frecuencia es superior ocurriendo varias veces por noche los neurólogos deben evaluar si se trata de epilepsia nocturna, pues en ese caso llevará su tratamiento pertinente, frente al terror nocturno que por lo general no lo necesita. Tras los interminables minutos de un episodio y en función de la intensidad del cuadro, el niño va volviendo a la normalidad en un estado de aturdimiento y confusión, hasta quedarse dormido. Los estudios han demostrado que el terror nocturno es más frecuente en los niños que en las niñas, evidenciándose que aparecen asociados a otros trastornos del sueño como el sonambulismo y/o la enuresis, pudiendo confundirse también con los ataques de pánico y el denominado estado confusional del despertar, habitual en niños pequeños y consistente en un despertar durante el sueño profundo acompañado de confusión, aletargamiento, dificultad para hablar, etc., que pueden prolongarse durante horas remitiendo espontáneamente. Los ya citados Molina-Carballo y Muñoz-Hoyo detectaron en su investigación que entre quienes padecían parasomnias, entre ellas terrores nocturnos, el ritmo de secreción del neurotransmisor melatonina estaba alterado, mientras que investigadores de la Clínica de Desórdenes del Sueño de la Universidad de Stanford hicieron público en 2003 un estudio que revelaba como la extirpación quirúrgica de las amígdalas eliminaba los terrores nocturnos. La investigación llevada a cabo con 84 niños de entre 2 y 11 años demostraba que hasta un 61% de los pequeños padecía los terrores y también problemas de respiración anormal, desapareciendo tras ser operados de las vegetaciones.

¿Hay alguien debajo de mi cama?

Cuando terrores nocturnos y fobias coinciden en un mismo niño no resulta sencillo saber cual de los dos trastornos apareció primero desencadenando el segundo, aunque lo habitual es que aún padeciendo una amnesia tras los terrores nocturnos, el pequeño sea permeable a algún tenue recuerdo o experimente una sensación de inquietud al irse a la cama. De ahí a desarrollar una fobia asociada al sueño hay un camino relativamente corto que el pequeño puede transitar si no es tratado a tiempo. No obstante, existen temores o fobias que pueden aparecer de manera normal en los niños a lo largo de su desarrollo y que en absoluto tienen que estar asociados a episodios de terrores nocturnos, desapareciendo de manera normal durante el crecimiento. Por lo general los primeros miedos que aparecen en los bebés van asociados a los ruidos fuertes, a los movimientos inesperados que supongan pérdida de estabilidad y a las personas extrañas, que en tan tempranas edades son casi todas. Paulatinamente pueden aparecer miedos a la oscuridad, a animales, a las alturas, a la sangre, a quedarse solo, etc, dando paso en etapas más avanzadas a otros más abstractos. Los desencadenados por la oscuridad y la soledad tendrían relación con el temor a dormir solos en sus habitaciones entrando en escena innumerables personajes del imaginario “fantástico” que se pueden esconder en los armarios, tras las cortinas o debajo de las camas. La coincidencia que tienen los pequeños en ubicar a estas criaturas en estos lugares no tiene porque ser considerada un indicio de veracidad a cerca de lo que afirman ver, sino que por el contrario hemos de entenderla como un ejercicio de raciocinio realizado por estos, que entienden que se trata de los mejores lugares para esconderse. De manera muy simpática “Monstruos S.A” de Disney ejemplarizó estas situaciones al mostrar un mundo paralelo al otro lado del armario de seres pintorescos que cumplen la función de asustar. La duda que se podría insistir en alimentar es aquella concerniente a la posible existencia “real” de algunos de estos personajes o seres, habitantes de una dimensión invisible a la que los niños pueden asomarse ocasionalmente. No parece plausible para monstruos o criaturas deformes que asustan desde dentro del armario o por debajo de la cama, pero sí para siluetas, sombras o personajes que fácilmente podrían corresponderse con el patrón de los espectros. No es extraño encontrar casos de casas encantadas en los que son precisamente los niños quienes se convierten en testigos de apariciones, o episodios en los que declaran haber estado hablando o jugando animadamente con alguien, generalmente un familiar, que ha fallecido. ¿Le sucede a todos los niños o sólo a algunos con una capacidad especial para percibir lo invisible? Algunas tradiciones esotéricas y espiritualistas sostienen que durante sus primeros años los niños utilizan un sexto sentido que poco a poco se va bloqueando tanto por razones físicas, como sería el cierre completo de las fontanelas o separaciones entre los huesos del cráneo, como sociales y culturales, al darse cuenta que “no es normal” ver colores silueteando a las personas o saber lo que piensa mamá u otras personas.

Incubos, súcubos, hombres del saco…

Con independencia de este abanico de datos técnicos, registros polisomnográficos y estadísticas, una de las dudas más importantes que aguijonea a los padres y que pocas veces se atreven a formular en voz alta alude al origen de los personajes que aparecen en esos terrores. Ya hemos apuntando que la amnesia impide que los pequeños puedan aportar detalles, pero lo cierto es que a lo largo de la historia el folklore y la cultura popular se han ido poblando con las biografías de personajes recurrentes asociados por igual al miedo y al acto de dormir. La versión más actual, aunque la incidencia en niños sea marginal por no decir nula, la constituye el fenómeno de los visitantes de dormitorio, asociado en ufología a la supuesta visita de alienígenas que mantienen relaciones sexuales con los testigos, principalmente mujeres, en sus propios dormitorios y bajo los efectos de una parálisis que les impide evitar la situación. La casuística es muy abundante, en especial en Estados Unidos, recomponiéndose las experiencias muchas veces a partir de sesiones de hipnosis regresiva. Estamos ante lo que parece la versión moderna de los viejos ataques de los íncubos y súcubos, demonios masculinos y femeninos que mantenían relaciones sexuales forzadas con mujeres y hombres y que a lo largo de la historia han dado pie a todo tipo de leyendas.

No obstante, si existe un personaje universal que se caracteriza por atemorizar a los niños y que está relacionado con el acto de dormir y soñar ese es sin duda el “coco”. En su imprescindible obra “Los dueños de los sueños”, el investigador Jesús Callejo reúne una amplia fauna de ogros, cocos y seres oscuros diversos, planteándose ya desde los primeros párrafos una duda imperturbable al paso del tiempo, ¿cómo es un coco?. “Es tan hábil y escurridizo que ni siquiera existe acuerdo sobre su aspecto físico. Ha sido descrito de muchas maneras y muy pocas coincidentes, hasta se ha sido que es invisible y que en realidad no existe” escribe Callejo. Desde luego parece una figura arquetípica utilizada por los padres para imponer conductas a través del miedo que acarrea su presencia, situándose tal vez sus nebulosos orígenes en Caco, el mitológico hijo de Vulcano mitad hombre y mitad animal al que Hércules terminaría matando. Kakis que en griego equivale a feo y deforme podría ser otra pista, siendo a partir del siglo XVI cuando aparecen las primeras referencias escritas hispanas ligando su figura a un ente maléfico o a un fantasma. Similar popularidad aunque con un efecto disuasorio aparentemente más efectivo han tenido el hombre del saco y el sacamantecas, tétricas figuras con dantescas proyecciones en la vida de algunos criminales, como es el caso del célebre Manuel Blanco Romasanta, sobre el que esta revista ha publicado varios reportajes. Callejo evidencia en su libro la gran expansión multicultural de estos personajes a lo largo del tiempo y del espacio, desde el viejo folklore a las modernas leyendas urbanas, siempre provistos de sacos, mochilas o cestas en las que transportan a los niños que raptan con los fines más diversos. El único antídoto era irse a la cama y dormirse cuando los padres lo indicaban.

José Gregorio González

 

OTROS DATOS

Los “amigos invisibles” no son hostiles.

Mención aparte merecen los amigos invisibles o imaginarios, un fenómeno muy frecuente en la infancia que la mayoría de las veces pasa desapercibido para más de 70% de los padres, un dato muy llamativo pero que puede ser hasta positivo para los pequeños, pues les evitar el verse sometidos a injustificadas miradas de preocupación por parte de sus progenitores. Se trata de un fenómeno normal por el que los niños a partir generalmente de los 4 años comienzan a hablar y jugar con amigos invisibles, casi siempre descritos como humanos aunque en algunos estudios se han señalado porcentajes superiores al 40% de animales como amigos imaginarios. Parece existir una mayor incidencia entre hijos únicos y niños con un mayor grado de inteligencia, siendo un prejuicio sin fundamento el afirmar que los amigos imaginarios aparecen porque el pequeño tiene problemas para relacionarse con otros niños. Más bien sucede al contrario, al quedar demostrado que son menos tímidos y más sociables. Estudios como el realizado por la psicóloga Marjorie Taylor y Stephanie Carlson, de las Universidades de Washington y Oregon, demuestran lo beneficioso que son estas figuras para el desarrollo cognitivo y social de los niños. En 2005 publicaron en la revista Developmental Psychology los resultados de una investigación realizada sobre 152 niños de entre cuatro y siete años, a los que les practicaron un seguimiento de tres años, descubriendo que estos compañeros invisibles no tiene porqué desaparecer a los siete años, sino que incluso pueden prolongarse hasta la adolescencia. Se dan en dos de cada tres niños y funcionan como el instrumental de un laboratorio en el que el niño ensaya lo que después aplicará en la vida real. Habla, reflexiona, discute, expone y actúa, “es un ensayo general para la vida real, porque se interactúa con todo tipo de personajes y se maneja la resolución de conflictos” sentencia la Dra. Taylor. Tres aspectos son especialmente llamativos en el contexto de nuestro dossier: el amigo imaginario suele ser un niño de la misma edad; cuando no es así, se trata de alguien mayor que actúa como protector; finalmente, los casos de hostilidad, en los que el amigo invisible es negativo son escasos, por lo que habría que desvincularlos del fenómeno de los terrores nocturnos. No obstante la pregunta que muchos padres se formulan no ha podido ser contestada hasta la fecha, ¿tienen una existencia real más allá de la mente de los niños?

Somnifobia: miedo a dormir

Otro trastorno que no debe confundirse con los terrores nocturnos son los ataques de pánico que se dan a la hora de dormir, un cuadro sintomático caracterizado por la ansiedad extrema, una respiración agitada, palpitaciones y una sensación intensa de miedo que por lo general acarrea entre otras cosas insomnio crónico. En estos casos nos encontramos ante una fobia al sueño, un miedo irracional e incontrolable a caer dormido que trastorna por completo la vida de quienes lo padecen y de sus familiares más cercanos, pues dormir se convierte de manera literal en una pesadilla, siendo habitual que los pacientes pidan a su parejas que les vigilen mientras duermen o les despierten ante el menor síntoma de agitación. Estas crisis de angustia provocan un deterioro físico y psicológico que termina influyendo en la vida laboral, en las relaciones sociales, etc de quienes la sufren. Como en otras fobias puede existir un factor desencadenante y formar parte de un cuadro de estrés postraumático más amplio, a veces a raíz de algún accidente, acumulando la persona fóbica planteamientos irracionales como que dejará de respirar mientras duerme, no podrá volver a moverse o sencillamente que jamás despertará. A veces es necesario realizar exploraciones del sueño en el laboratorio para determinar sí puede existir trastornos respiratorios del sueño. No es extraño que también en los casos más graves y como consecuencia del nivel de estrés que se va acumulando, el individuo pueda llegar a tener alucinaciones. La somnifobia, que correspondería con el miedo a dormir descrito, puede aparece acompañada también de onirofobia, restringiendo la fobia al acto de soñar, o incluso ser desencadenada por ejemplo por otras fobias como el miedo a los insectos, insectofobia, (se teme ser agredidos con picaduras por ellos o que penetren por nariz u oídos) o el miedo a la oscuridad o acluofobia. La psicoterapia suele ser efectiva, pero a veces es necesario que los profesionales echen mano de tranquilizantes y antidepresivos.

¿Cómo actuar, qué hacer?

Los expertos coinciden al afirmar que los terrores nocturnos desaparecen con la edad, al igual que la mayoría de los miedos infantiles. Solo cuando son persistentes o ocurren varias veces por noche deben ser analizados con mayor detalle. No obstante, los padres deben rastrear la posible existencia de malos hábitos del sueño o bien de situaciones familiares o escolares que puedan estar generando ansiedad y cuadros de estrés a sus hijos como posibles desencadenantes de los temores. Ante una crisis se recomienda que los padres acudan a la llamada de sus hijos y con serenidad intenten calmarlos, a sabiendas de que la capacidad de influencia es limitada. Si existe tendencia a huir o realizar movimientos violentos hay que evitar muebles, juguetes y obstáculos con los que se pueda dañar. Una vez superada la crisis lo más conveniente es que el pequeño concilie el sueño en su habitación, normalizando la situación de cara a evitar la adopción de malos hábitos, como el querer dormir con los padres. Jamás se debe ridiculizar o reírse del pequeño por “miedoso”, ya que agrava el problema. Ocasionalmente está indicada cierto tipo de medicación, siempre bajo la supervisión de un profesional.

Pesadillas, el terror más común

En cuanto a las pesadillas son mucho más frecuentes –un 5% de adultos las puede padecer hasta dos veces por semana- y se producen en el marco del sueño REM o paradójico, consistiendo en sueños muy vívidos con argumentos angustiosos y amenazadores para la integridad física de quien los sufre. Puede tener varias por noche ya que la fase de sueño REM se repite secuencialmente durante la velada, provocando que el individuo se despierte y sea capaz de describir la vivencia con todo detalle. Algunos estudios relacionan una mayor incidencia de pesadillas con la creatividad, constatando que hasta un 50% de los artistas las padecen con frecuencia, existiendo otras investigaciones como la realizada durante 23 años por el Departamento de Salud Pública de la Universidad de Helsinki que las asocian a las tendencias suicidas. De esta manera y partiendo de una muestra de 36.211 personas, descubrieron que en una población como la filandesa donde el índice de suicidio es elevado, existía una clara relación entre la frecuencia de las pesadillas y el riesgo de suicidio, todo ello con mayor incidencia entre las mujeres y asociado a un deterioro físico y psicológico notable. Destacable es también el incremento en el número y frecuencia de las pesadillas, corroborado por múltiples estudios, entre individuos que padecen estrés postraumático y grupos humanos que han sido víctimas de grandes catástrofes.

¿Qué son las parasomnias?

Los terrores nocturnos están clasificados dentro de las llamadas parasomnias, que médicamente son definidas como trastornos del sueño caracterizados por manifestaciones fisiológicas, de carácter leve, con mayor incidencia en la infancia y con la peculiaridad de remitir con la edad. De hecho, los terrores nocturnos suelen ir en el mismo paquete que el sonambulismo y las pesadillas, constituyendo tal y como explican los docentes de biopsicología.net, de la Universidad Autónoma de Madrid, “la activación de sistemas fisiológicos en momentos inapropiados del ciclo sueño-vigilia. En concreto, estos trastornos conllevan la activación del sistema nervioso vegetativo, del sistema motor o de los procesos cognoscitivos durante el sueño o las transiciones sueño-vigilia. Cada parasomnia afecta una fase característica del sueño, de forma que a menudo cada tipo específico de parasomnia incide en una fase de sueño concreta”. En estas disfunciones los mecanismos del sueño y de la vigilia son normales, produciéndose fuera del sueño REM o paradójico. Para contextualizar adecuadamente la importancia y grado de incidencia que tienen los terrores nocturnos baste decir que de acuerdo con la clasificación internacional de los trastornos del sueño, existen descritas hasta 76 disfunciones de gravedad diversa.

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